martes, 11 de diciembre de 2007

Raúl Gonzalez Tuñón


La ciudad perdida




…”o como si uno asomara al día de ayer y viera allí qué ocurrirá mañana”


R.G.T., Poemas para el atril de una pianola, 1965.





En la Ciudad Perdida las veletas perplejas


sobre las torres mudas preguntan por el viento


y alguien que parte vuelve y alguien que vuelve parte


¿Qué es esto? ¿Es el divorcio de la acción y del sueño?



En la Ciudad Perdida se detuvo el Destino


y enloqueció la brújula


indicando al Azar una dirección vaga.


Se mezclaron los partos y las muertes


y confundieron las almas los almarios


y escondieron los relojes sus agujas.


Un poeta que estaba escribiendo, de pronto,


se equivocó de tiempo:



Ayer voy a los barcos que esperan y saludan


Desde las viejas Dársenas usadas por la niebla.


Mañana fui a los trenes hace años detenidos


En estaciones muertas de hundidos terraplenes.


¿Dónde estarás anteayer mirando rosas?


Hoy he visto mi entierro de mañana.


Ayer estaré muerto.



En la Ciudad Perdida,


Donde se entreveraron los caminos,


El truco conversado y las guitarras.



De “El banco en la plaza”, 1977



“Llegará el siglo en que la acción sea hermana del sueño”. Baudelaire







La luna con gatillo




Es preciso que nos entendamos.


Yo hablo de algo seguro, y de algo posible.



Seguro es que todos coman y vivan dignamente.


Y es posible saber algún día muchas cosas que hoy ignoramos.


Entonces, es necesario que esto cambie.



El carpintero ha hecho esta mesa, verdaderamente perfecta,


Donde se inclina la niña dorada y el celeste padre rezonga.


Un ebanista, un albañil, un herrero, un zapatero, también saben lo suyo.


El minero baja a la mina, al fondo de la estrella muerta,


El campesino siembra y siega, la estrella ya resucitada.


Todo sería maravilloso si cada cual viviera dignamente.



Un poema no es una mesa, ni un pan, ni un muro, ni una silla, ni una bota.


Una poema es un poema, y ya está todo dicho.



Con un pan, con una mesa, con un muro, con una silla, no se puede cambiar el mundo.



Con una carabina, con un libro, eso es posible.



(…) He marchado detrás de los obreros lúcidos y no me arrepiento.


Ellos saben lo que quieren y yo quiero lo que ellos quieren:


la Libertad, bien entendida.



El poeta es siempre poeta, pero es bueno que el poeta comprenda,


de una manera alegre y terrible, cuanto mejor sería para todos que esto cambiara.



(…) Cuando haya que lanzar la pólvora el hombre lanzará la pólvora.


Cuando haya que lanzar el libro el hombre lanzará el libro.


De la unión de la pólvora y el libro puede brotar la rosa más pura.



Digo al pequeño cura, y al ateo de rebotica, y al ensayista, al neutral, al solemne, al frívolo, al notario y a la corista, al buen enterrador, al silencioso vecino del tercero, a mi amiga que toca el acordeón:


Mirad la mosca aplastada bajo la campana de vidrio.


No quiero ser la mosca aplastada. Tampoco tengo nada que ver con una mosca.


No quiero ser abeja, no quiero ser hormiga,


no quiero únicamente cigarra, tampoco tengo nada que ver con el mono.


Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre,


y no quiero ser, no, jamás, una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.



Ni colmena, ni hormiguero, no comparéis a los hombres nada más que con los hombres.



(…) Tengo derecho al vino, al aceite, al museo, a la enciclopedia británica,


a un lugar en el ómnibus, a un parque abandonado, a un muelle, a una azucena, a salir, a quedarme, a bailar sobre la piel del Ultimo Hombre Antiguo, con mi esqueleto nuevo, con mi piel nueva, de hombre flamante.



No puedo cruzarme de brazos o interrogar ahora al vacío.


Me rodean la indignidad y el desprecio, me amenazan la cárcel y el hambre,


No me dejaré sobornar.



No, no se puede ser libre, enteramente, ni estrictamente digno ahora,


Cuando el chacal está a la puerta, esperando, que nuestra carne caiga, podrida.



Subiré al cielo,


Le pondré gatillo a la luna,


y desde arriba fusilaré al mundo,


suavemente,


para que esto cambie de una vez.



De “Canciones del tercer frente”, 1941





Blues de los archipiélagos



Voy a herir su recuerdo como quien grita en una catedral.


Cualquier poema será pobre para su alabanza.


Sus grandes ojos oscuros gobiernan un país de mástiles.


Sus manos amparan mi desamparo.


Su alma vigila mi vigilia.



(…) Yo le diría muchas cosas que no es tan necesario decir.


Yo haría una marioneta, un túnel, cualquier cosa para regalarle.


Pero prefiero una ventana, sus piernas, el cielo azul, los mástiles


–en donde nacen las esferas y las bocacalles-, los libros que ella lee,


las fotografías que documentan la vida que no le conozco,


cuando yo andaba quién sabe por dónde, extraviado y temeroso.



Y ella sola conmigo, mientras la tarde afuera, cargada de destinos, me recuerda el fervor amontonado de los días, las horas degolladas en la Torre de los Ingleses,


la apresurada andanza de los hombres hacia el límite y sólo ella no tiene límite


y no se puede alcanzar, agarrar, porque es amontonada como la idea de Dios, del espacio y del tiempo


y sin embargo es tierna


y me dice palabras dulces


y nunca la poseeré del todo.



Conozco una aventura con nombre de mujer. Qué mejor aventura que su voz y su alma. Ella es la partida y el retorno. Yo parto y vuelvo a su voz y su alma.


Recién gusto las calles del puerto, los rieles, las plazas.


Y cuando las luces se apaguen de pronto en lo alto de los edificios.


Cuando las barcazas se adormezcan en los desembarcaderos, entre la noche y la distancia, y lejos, en los campos, mueran las mariposas.


Cuando las estatuas afilen en la sombra su eternidad de mármol.


Cuando los maniquíes de las vidrieras corran las cortinillas y descansen, al fin, destornillándose las cabezas.


Cuando el último tranvía chille su histérico abandono de máscara suelta.


Cuando el silencio esté alerta. Cuando sólo se oiga la Cruz del Sur.


Cuando los libros caigan fatigados y la soledad sea compacta, verdaderamente compacta ¡Y ella esté tendida y suntuosa llena del olor de su gracia!


Entonces mi corazón seguirá despierto. Y aún en el sueño seguirá despierto.


¡El sueño no es otra cosa que su reconquista!


Oh, yo quisiera ser verdaderamente poeta, verdaderamente.


Y entonces escribiría este poema.



De “Todos bailan”, 1935





Lluvia



Entonces comprendimos que la lluvia también era hermosa.


Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados.


Otras veces cae con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres.


De cualquier manera sus tambores acunan nuestras noches y la lectura tranquila corre a su lado por los canales del sueño.


Tu venías hacia mí y los otros seres pasaban.


No habían despertado todavía al amor.


No sabían nada de nosotros.


De nuestro gran secreto.


Ignoraban la intimidad de nuestros abrazos voluptuosos, la ternura de nuestra fatiga.


Acaso los rostros amigos, las fotografías, los paisajes que hemos visto juntos, tantos gestos que hemos entrevisto o sospechado, los ademanes y las palabras de ellos, todo, todo ha desaparecido y estamos solos bajo la lluvia, solos en nuestro compartido, en nuestro apretado destino, en nuestra posible muerte única, en nuestra posible muerte única, en nuestra posible resurrección.


(…) Estoy lleno de tu vida y de tu muerte.


Estoy tocado de tu destino.


Al extremo de que nada te pertenece sino yo.


Al extremo de que nada me pertenece sino tú.


Sin embargo, yo quería hablar de la lluvia, igual, pero distinta, ya al caer sobre los jardines, ya al deslizarse por los muros, ya al reflejar sobre el asfalto las súbitas, las fugitivas luces rojas de los automóviles, ya al inundar los barrios de nuestra solidaridad y de nuestra esperanza, los humildes barrios de los trabajadores.


La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la alegría. Oh, íntima, recóndita alegría.


Estoy tocado de tu destino. Oh, lluvia. Oh, generosa.



De “Todos bailan”, 1935









El poeta murió al amanecer



Sin un céntimo, solo, tal como vino al mundo, murió al fin, en la plaza,


frente a la inquieta feria.


Velaron el cadáver del dulce vagabundo dos musas, la esperanza y la miseria.



Fue un poeta completo de su vida y su obra.


Escribió versos casi celestes, casi mágicos, de invención verdadera,


y como hombre de su tiempo que era, también ardientes cantos y poemas civiles de esquinas y banderas.




Algunos, los más viejos, lo negaron de entrada.


Algunos, los más jóvenes, lo negaron después.


Hoy irán a su entierro cuatro amigos recientes,


Los parroquianos del café,


Los artistas del circo ambulante,


Unos cuantos obreros,


Un antiguo editor,


Una hermosa mujer,


Y mañana, mañana florecerá la tierra que caiga sobre él.



Deja muy pocas cosas, libros, un Heine, un Whitman, un Quevedo, un Darío, un Rimbaud, un Baudelaire, un Schiller, un Bertrand, un Bécquer, un Machado, versos de un ser querido que se fue antes que él,


muchas cuentas impagas, un mapa, una veleta


y una antigua fragata dentro de una botella.



Los que le vieron dicen que murió como un niño.


Para él fue la muerte como el último asombro.


Tenía una estrella muerta sobre el pecho vencido, y un pájaro en el hombro.



De “Canciones del tercer frente”, 1941




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