martes, 9 de marzo de 2010

para trabajar


Krishnamurti, segunda conferencia en Rajahmundry, India, 27 de Noviembre de 1949

“Para comprender todo este problema de la existencia en la que hay constante lucha, dolor, constante desacuerdo, frustración, debemos comprender el proceso de la mente, y esa comprensión es conocimiento propio. Después de todo, si no sé pensar ¿qué base tengo para pensar realmente? Tengo que conocerme a mí mismo.
Y la comprensión de uno mismo no es cosa separada del mundo, porque el mundo está donde uno está, no a millas de distancia; el mundo es la comunidad en la que vives, sus influencias ambientales, la sociedad que has creado –todo eso es el mundo-.
Y en ese mundo, a menos que se comprendan a ustedes mismo, no puede haber transformación radical ni revolución, y por lo mismo ninguna “creatividad” individual. No se asusten con la palabra “revolución”. Es realmente una palabra maravillosa, de tremendo significado, si saben lo que ella quiere decir. Pero la mayoría de nosotros no quieren cambio, resisten al cambio; nos gustaría una continuidad modificada de lo que es, a la que se llama “revolución” pero que no lo es. La revolución podrá producirse –y es esencial que ocurra tal revolución- tan sólo cuando como individuos unos se comprendan a otros en relación con la sociedad, y por lo tanto haya transformación, y tal revolución no sea momentánea sino constante.
La vida es, pues, una serie de contradicciones, y sin comprender esas contradicciones no puede haber paz. Es indispensable tener paz, seguridad física, para vivir, para crear. Pero todo lo que hacemos parece contradecirlo, y para comprender esa contradicción debemos enfrentarnos con nosotros mismos, no en teoría sino tal como somos, ni previas conclusiones, lo agradable y asimismo lo desagradable, cosa que requiere capacidad para mirar correctamente lo que es; y no podremos comprender lo que es si condenamos, si nos identificamos, si justificamos.
Debemos mirarnos a nosotros mismos como miramos a aquel hombre que camina por la carretera; y eso requiere abierta percepción, alerta percepción, no en algún nivel extraordinario sino percepción de lo que somos, de nuestro lenguaje, de nuestras reacciones, de nuestra relación con los bienes, con la gente pobre, con el mendigo, con hombre de letras, etc.
La alerta percepción debe empezar a ese nivel, porque para ir lejos se debe empezar cerca, pero la mayoría de nosotros no estamos dispuesto a ello. Es mucho más fácil –por lo menos así lo creemos- empezar lejos, lo cual es eludir lo cercano. Todos tenemos ideales, somos parte de evasiones, y esa es la maldición de las religiones “escapistas”. Esto no requiere ningún extraordinario renunciamiento, sino un estado de alta sensibilidad, porque sólo en ese estado puede haber recepción de la verdad, que no es para quien es lerdo, para el holgazán, para el que no se da cuenta. Él nunca podrá encontrar la verdad. Pero quien empieza cerca, que se da cuenta de sus gestos, de sus palabras, de su manera de comer, de su modo de hablar, de las modalidades de su conducta, para él existe una posibilidad de ahondar muy extensivamente, muy ampliamente, en las causas del conflicto.
Quien quiere realmente buscar, conocer lo que es la verdad, o que quiera abrirse a ella, debe empezar muy cerca, sensibilizarse a sí mismo. Una mente así no persigue sus propios deseos, no rinde culto a un ideal de fabricación casera. Sólo entonces puede haber paz, pues una mente así empieza a descubrir que es inconmensurable.
(…) Cuando aman a alguien –no como amamos comúnmente a las personas, que sólo es un pensar en ellas-, cuando aman al prójimo completamente, íntegramente, entonces no hay ni ricos ni pobres, entonces son concientes de ustedes mismos. Entonces existe esa llama en la que no hay humo de celos, de envidia, de codicia.
Sólo esa revolución puede alimentar al mundo. A ustedes les incumbe producir esa revolución, no la revolución con sangre –lo cual es una continuidad modificada que impropiamente llamamos “revolución”- sino aquella que adviene cuando la mente ya no llena el corazón, cuando el pensamiento ya no ocupa el lugar del afecto. La mayoría de ustedes no es culta, sino simplemente leída, y viven con lo que aprendieron. Tal saber no produce transformación. Cuando el corazón está vacío de las cosas de la mente, sólo entonces esa llama de la realidad llega. Pero hay que ser capaz de recibirla.
Entonces será un mundo diferente, de valores diferentes, que no se basarán en la satisfacción monetaria.
Las palabras no son importantes, no alimentan a los hambrientos. Para mí las palabras no son importantes, sólo las empleo como medio de comunicación. Hablo para ver con ustedes claramente aquello que somos, y con esa percepción poder actuar claramente y con propósitos definidos. Sólo entonces habrá una posibilidad de acción cooperativa. Hablar tan sólo para divertirnos carece de valor, pero hablar para comprender a nosotros mismos, y así producir la transformación, es esencial.
(…) Tengo, pues, un problema. No deseo esquivarlo, no deseo una respuesta ni una conclusión. Quiero comprender, porque en el momento en el que comprendo algo estoy libre de ello ¿Necesito pasar por el proceso de autohipnotizarme a fin de comprender, o de ser hipnotizado por palabras forzando la mente a estar quieta? Por cierto que no.
Cuando tengo un problema, necesito comprenderlo y la comprensión llega cuando la mente ya no juzga el problema, es decir, cuando la mente puede considerar sin condenación ni justificación. Entonces la mente está quieta, no aquietada, y el problema se pone en claro. La verdad respecto del problema, por consiguiente, viene del problema mismo, y no se puede llegar a la verdad acerca del problema si se aborda con una conclusión, con una plegaria, con una súplica, que se interponga entre nosotros y el problema.

jueves, 4 de marzo de 2010

"el cactus...", por Milus

El cactus floreció de dolor, sabedor de las manos ausentes.
Aquella brisa de confianza
que una vez lo había abrazado para traerlo a casa
había huido,
temerosa de su propio entierro en abismos lejanos,
los mismos de los que pretendía haber olvidado el camino.

La Luna mira, casi insolente, los espectros de la noche.
La vida pasa y no cabe ni en las tinajas propias de la desesperación.
El ave envejece, y no se anima, carente de sonrisas,
sin el fuego desbordante de una caricia
o el temblor de un rostro besado,
unos golpecitos en la espalda para llamar la atención o,
simplemente,
una mañana juntos.

El cactus floreció de dolor, sabedor de las manos ausentes...
Ni aún sus bellas flores pudieron redimir de una vez
ese concierto de estrellas confundidas
que por un tiempo sólo poblaron de gusanos
aquello que prometía ser de mariposas.

Hasta las gotas de la lluvia han cambiado
y se mueven contradictoriamente,
si a veces pisan despacito para no alarmar al corazón,
otras caen abatidas,
desarmadas, rengas de cariño,
estrepitosamente en el vacío.

Pero aquella nube,
carcomida de piedras en su interior,
sigue tejiendo habladurías,
pesadillas de extramuros,
maldades sin razón...
La misma nube que,
cubierta de oscuro olvido,
quiso ahogar las flores del cactus pudiendo regarlas.
Él,
al darse cuenta,
atónito,
se encontró desamparado,
viajando sin saber adónde,
sin la brisa de confianza que lo abrazara para traerlo a casa.