miércoles, 26 de diciembre de 2007

algo de A. Artaud

“Heliogábalo o el anarquista coronado”

ANTONIN ARTAUD.

…Si en la religión del cristo el cielo es un Mito, en la religión de Elagabalus en Emesa, el cielo es una realidad, pero una realidad en acción como la otra y que reacciona peligrosamente sobre la otra. Todos estos ritos hacen confluir el cielo, o lo que de él se desprende, en la piedra ritual, hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrificador.

Esto ocurre porque hay dioses en el cielo, dioses, es decir fuerzas que no esperan sino el momento de precipitarse.

La fuerza que recarga los macareos, que hace beber el mar a la luna, que hace subir la lava en las entrañas de los volcanes, la fuerza que sacude las ciudades y deseca los desiertos, la fuerza imprevisible y roja que en nuestras cabezas hace hervir los pensamientos como otros tantos crímenes, y los crímenes como otros tantos piojos, la fuerza que sostiene la vida y lo que hace abortar la vida, son otras tantas manifestaciones sólidas de una energía cuyo pasado es el sol.

Aquel que remueve los dioses de las religiones antiguas, y revuelve sus nombres en el fondo de su chimenea como el gancho de un trapero, aquel que se enloquece ante la multiplicidad de los nombres, aquel que encuentra similitudes entre los dioses, cabalgando de un país al otro, y las raíces de una etimología idéntica en los nombres de los cuales están hechos los dioses, y que, después de haber pasado revista a todos estos nombres, a las indicaciones de sus fuerzas y al sentido de sus atributos, se escandaliza ante el politeísmo de los antiguos que por eso llama Bárbaros, es porque él mismo es un Bárbaro, es decir un europeo.

Si los pueblos, a medida que andaba el tiempo, han vuelto a hacer a los dioses a su imagen y semejanza, si han extinguido la idea fosforescente de los dioses y, partiendo de los nombres con que los encerraban, se mostraron impotentes de remontarse hasta la descarga inicial, hasta la revelación del principio que esos dioses quieren manifestar, por medio de los contactos concéntricos de las fuerzas, por medio de la imantación aplicada y concreta de las energías, hay que acusar histórica o individualmente a esos pueblos, y no a los principios, y menos aún a esa idea superior y total de mundo que el Paganismo quiso restituirnos.

Y como en el fondo las ideas sólo pueden juzgarse por su forma, puede decirse que, tomados en el tiempo, el desarrollo innumerable de los mitos –al que corresponde, en los colmados subterráneos de los templos solares, el amontonamiento sedimentario de los dioses- no nos da la idea de la formidable tradición cósmica que está en el origen del mundo pagano, del mismo modo que las danzas de los bufones orientales y las tretas de los faquires que vienen a exhibirse en los escenarios europeos no son capaces de transmitirnos el espíritu de liberación sin imágenes o la misteriosa conmoción de las imágenes que provienen de un gesto verdaderamente sagrado.

El espíritu sagrado es aquel que permanece pegado a los principios con una fuerza de identificación sombría, que se asemeja a la sexualidad, a la sexualidad en el plano más próximo a nuestros espíritus orgánicos, a nuestros espíritus obstruidos por el espesor de su caída.

Esta caída acerca de la cual me pregunto si representa el pecado. Ya que en el plano en que las cosas se elevan, esta identificación se llama Amor, una de cuyas formas es la caridad universal, y la otra, la más terrible, se convierte en el sacrificio del alma, es decir en la muerte de la individualidad.

Todas estas luchas de dios contra dios, y de fuerza contra fuerza, en que los dioses sienten crujir entre sus dedos las fuerzas que se supone deben dirigir, esta separación de la fuerza y del dios, en que el dios queda reducido a una especie de palabra que cae, una efigie consagrada a las más horrorosas idolatrías, ese ruido sísmico y ese temblor material en los cielos, esa manera de clavar el cielo en el cielo, y la tierra en la tierra, esas casas y esos territorios del cielo que pasan de mano en mano y de cabeza en cabeza, mientras cada uno de nosotros, aquí, en su cabeza, recompone sus dioses. Esta ocupación provisional del cielo, aquí por medio de un dios y su rabia, y allá por medio del mismo dios transformado; esta toma de posesión de los poderes, que es reemplaza, como la eterna pulsación de un espasmo, de abajo arriba y de arriba abajo, por otras tomas de posesión de los poderes; esta respiración de las facultades cósmicas, semejantes, en el plano superior, a las facultades sepultadas y groseras que duermen en nuestras individualidades separadas, y a cada facultad le corresponde un dios y una fuerza, y nosotros somos el cielo sobre la tierra, y ellos se han convertido en la tierra, la tierra retirada en absoluto; esta inestabilidad tormentosa de los cielos que nosotros llamamos Paganismo, y que a veces nos deja ciegos, que nos acribilla con sus verdades, fuimos nosotros, fue nuestra Europa cristiana, fue la Historia la que la fabricó.

Si lo reubicamos en el tiempo, ese innumerable despliegue de dioses que los pueblos, en su avance histórico, desparraman sucesivamente en los cielos –a menudo el mismo emplazamiento del cielo visible está ocupado por efigies de naturaleza contraria, y esos dioses son hombres y mujer, y el diosmujer recubre la efigie masculina del dios que es igual a él; e Ishtar, nombre de origen masculino, termina por significar la luna, y la luna en el mismo punto del espacio y del tiempo, entorpecida por un falo y un “ktels” (un peine o rastrillo, o cualquier objeto dentado, y también un término con que los griegos designaban al sexo femenino) que hace el amor consigo misma, y desparrama su rocío de niños -, si lo reubicamos, decía, si lo reubicamos en el tiempo, ese pataleo alrededor de los principios no empaña su validez inicial del mismo modo que las masturbaciones de un idiota onanista no empañan el principio de la reproducción.

Si los pueblos terminaron por considerar a los dioses como seres verdaderamente separados, si se equivocaron acerca del significado de esos dioses, debemos observar que cada pueblo, tomado individualmente, y en el mismo punto del espacio y el tiempo, siempre trató organizar jerárquicamente sus poderes, y que allí donde un femenino recubrió un masculino e inversamente, en la cabeza y el corazón del pueblo que por encima de él desplegaba esos dioses contradictorios por esencia, el masculino era el masculino y el femenino era el femenino sin inversión nominal posible; quiero decir que inmediatamente el mismo nombre nunca servía a dos formas, hechas, aparentemente, para devorarse entre sí; y la Siria de la época de Heliogábalo poseía hasta un punto supremo la noción de esa misteriosa fusibilidad.

Aquello que diferencia a los paganos de nosotros, es que en el origen de todas sus creencias hay un terrible esfuerzo para no pensar como hombres, para conservar el contacto con toda la creación, es decir con la divinidad.

Bien sé que el más ínfimo impulso de amor verdadero nos acerca mucho más a “Dios” que toda la ciencia que podamos poseer de la creación y sus grados. Pero el Amor es una fuerza que no funciona sin Voluntad. No se ama sin la voluntad, la cual pasa por la conciencia; es la conciencia de la separación consentida la que nos lleva a la separación de las cosas, la que nos conduce a la unidad con Dios. El amor se gana primero por la conciencia, y luego por la fuerza del amor. No obstante, hay varios niveles en la casa de mi padre. Y aquel que arrojado a la tierra con la conciencia del idiota, después de sabrá Dios qué hazañas y qué faltas en otros estados u otros mundos que le valieron su idiotez; pero exactamente con la conciencia necesaria para amar, y amar es un soltarse sin palabras, en un maravilloso impulso espontáneo; aquel a quien se le escapa todo lo que es el mundo, que no conoce del amor sino la llama, la llama sin la irradiación y la multitud del hogar, tendrá menos que aquel otro cuyo cerebro alcanza la creación entera, y para quien el amor es un minucioso y horrible desprendimiento.

Pero –y es la eterna historia del dedal- tendrá todo lo que puede absorber. Gozará de una felicidad cerrada, pero que, cubriendo toda su medida, le dará también a él la sensación de inmensidad. Hasta el día en que ese pobre de espíritu será barrido como las otras cosas. Le quitarán su inmensidad. Nos juzgarán a todos, grandes y pequeños, después de nuestro paraíso de delicias, después de la felicidad que no es todo, quiero decir que no es el Gran Todo, es decir Nada. Nos conducirán, nos fusionarán hasta el Uno, Uno Solo, el gran Uno cósmico, que pronto será reemplazado por el Cero infinito de Dios.

Dicho lo cual, vuelvo a los nombres contradictorios de los dioses. Y a esos dioses los llamo nombres; no los llamo dioses. Digo que esos nombres formaban fuerzas, maneras de ser, modalidades de la gran potencia de ser que se diversifica en principios, esencias, sustancias, elementos. Las religiones antiguas desde sus orígenes quisieron echar su mirada sobre el Gran Todo. No separaron el cielo del hombre, el hombre de la creación entera, desde la génesis de los elementos. Y puede decirse incluso que en sus orígenes no se engañaron respecto de la creación.

El catolicismo cerró la puerta, como el budismo la había cerrado antes. Voluntariamente y a sabiendas cerraron la puerta, diciéndonos que no necesitábamos saber.

Ahora, yo considero que necesitamos saber, y que lo único que necesitamos es saber. Si pudiéramos amar, amar de un solo golpe, la ciencia sería inútil; pero ya no sabemos amar, por efecto de una especie de ley mortal que proviene de la pesadez y riqueza de la creación. Estamos sumidos en la creación hasta el cuello; lo estamos con todos nuestros órganos: los sólidos y los sutiles. Y es duro llegar a Dios por el camino escalonado de los órganos, cuando esos órganos nos fijan al mundo en que nos encontramos y tratan de convencernos de que no hay otra realidad. Lo absoluto es una abstracción, y la abstracción requiere una fuerza que es contraria a nuestro estado de hombres degenerados.

No debe asombrar después de esto si los paganos terminaron por volverse idólatras, si llegaron a confundir efigies con los principios, y si el poder de atracción de los principios a la larga se les escapó.

Y nosotros, cristianos ¿no hacemos acaso lo mismo? ¿No tenemos también nosotros nuestras efigies, nuestros totems, nuestros trozos de dios, que, en la cabeza y el corazón de los individuos que los adoran también llegarán a consolidarse en formas, a separarse en multitudes de dioses?

Una cosa nombrada es una cosa muerta, y muerta porque está separada. Demasiada devoción a coronas de espinas, a maderos de la cruz, a corazones de Jesús venerados en todas partes, a Sangres y Crismas, a Vírgenes múltiples, en fin, que ya sean negras, blancas, amarillas o rojas, corresponden a otras tantas adoraciones separadas, representan para los individuos que a ellas se entregan el mismo peligro del espíritu, la misma amenaza de caída en una irremediable idolatría que las alteraciones de la energía creadora en el misterio de los dioses paganos.

Dios es pensado en la conciencia, no la conciencia cósmica, sino la conciencia de los individuos, y para una conciencia que piensa en imágenes y formas, ¿quién se atreverá a decir cuál es el hombre que terminó por tomar sus imágenes como si fueran sus pensamientos? El dogma cristiano está contenido en el credo, de acuerdo, pero del credo a mi conciencia individual hay un mundo de interpretaciones, bibliotecas de santos, herejías y concilios. Y tan sólo el infierno no ha cambiado jamás.

Por otra parte el catolicismo, que cierra la puerta del conocimiento, abre la del misticismo. Convirtió en secreto aquello que debe ser secreto. Llama con un nombre más duro aquello que está en el origen de las iniciaciones antiguas. Pero el resultado final es el mismo, pese a la diferencia del vocabulario y de las concepciones. No obstante, en el amor radica el conocimiento, y dudo que los cristianos, quemados en su carne, despojados hasta la punta de su ser, hasta el vértigo de aquello que ya no es, hayan llegado alguna vez a superar este espantoso corte en donde todo aquello que se reduce y culmina en aquello que no es.

Nuevamente vuelvo a los dioses, a esos dioses devastadores y que se comen mutuamente, como cangrejos en una cesta.

Es apasionante constatar que cuanto más viejo es un culto tanto más terrible es la imagen que se hace de los dioses, y que sólo su aspecto terrible puede hacernos comprender a los dioses. Se debe a que los dioses sólo valen por el génesis, y por la batalla en el caos. En la materia no hay dioses. En el equilibrio no hay dioses. Los dioses nacieron con la separación de las fuerzas y morirán con su unión. Cuanto más cerca están de la creación, tanto más espantosas son sus figuras, figuras que corresponden a los principios que están en ellos.

Platón habla de la naturaleza de los dioses, los identifica con los principios, sin permitir no obstante que veamos con mayor claridad en esos principios que son fuerzas, y en ese fuerzas que son dioses.

Le preguntaron a Jámblico por qué el sol y la luna que son dioses son visibles, ya que los dioses no tienen cuerpo. Y esto es lo que responde Jámblico en el “libro de los misterios”:

“Los dioses no están contenidos en los cuerpos, sino que sus vidas y sus acciones divinas los contienen, no están orientados hacia los cuerpos, sino que los cuerpos que contienen están orientados hacia la causa divina”.

Fueron las capas bajas de la población la que crearon los dioses que nos arrojan a la cabeza, y si aún ahora, para no hablar sino de los autores que se falsifica en las clases, fuéramos capaces de comprender a Platón como debe ser comprendido, podríamos, por el camino del esoterismo antiguo, elevarnos hasta una noción de los dioses-principios que no debe confundirse con las figuraciones antropomórficas de los dioses.

Y por lo demás toda la cuestión radica en lo siguiente: ¿Realmente existen los principios, quiero decir, principios deparados y que existan detrás de las cosas? O, en otros términos, los dioses de la nomenclatura pagana, ¿tienen acaso una existencia menos afirmada y menos válida que los principios que utilizamos para pensar?

Por otra parte es factible preguntarse si un principio es algo más que una simple facilidad verbal, y esto nos conduce a la cuestión de saber si existe algo fuera del espíritu que piensa y si, en lo absoluto, los principios existen como realidades, o como seres que dividen sus energías.

Por más atrás que nos remontemos en el origen de las cosas, ¿en qué medida hay principios que viven como realidades separadas y escapan a un juego del espíritu en torno de los principios? ¿Y existe acaso en el hombre mismo algo así como facultades-principios que tendrían una existencia distinta y podrían vivir separadas? ¿Existen momentos de la eternidad que puedan determinarse como se determinan las notas de música y luego se los reconoce por medio de los números? ¿Y están separadas esas notas?

Para los alquimistas, esos momentos de la eternidad que son determinables corresponden a la aparición de la estrella en el crisol.

Este problema me parece estúpido, ya que lo absoluto no necesita nada, ni dios, ni ángel, ni hombre, ni espíritu, ni principio, ni materia, ni continuidad.

Pero si en la continuidad, en la duración, en el espacio, en el cielo de arriba y el infierno de abajo, los principios viven separados, no viven como principios sino como organismos determinados. La energía creadora es una palabra, pero que posibilita las cosas excitándolas con su avivafuego. Y del mismo modo que en el mundo creado existen todas las cualidades de la materia, todos sus aspectos de la posibilidad, elementos que se cuentan con los números, y se miden por su densidad, del mismo modo el flujo creador que arde al contacto de las cosas –y cada llamarada de la vida sobre las cosas equivale a un pensamiento -, ese flujo en los organismos cerrados, que van desde nuestra burda materialidad hasta la más improbable sutileza, compone lo que se llaman Seres, y que no son nada mas que soplos en la duración.

Los principios sólo valen para el espíritu que piensa, y cuando piensa; pero fuera del espíritu que piensa, un principio se reduce a nada.

No se piensa el fuego, el agua, la tierra, el cielo; se los reconoce y se los nombra, puesto que son; y bajo el agua, el fuego, la tierra o el cielo, bajo el mercurio, el azufre y la sal, hay materias todavía más sutiles, que el espíritu no puede nombrar, puesto que no aprendió a conocerlas, pero que algo más sutil que el espíritu, mucho más profundo que todo cuanto está en nuestras cabezas presiente y podrá reconocer cuando haya aprendido a nombrarlas. Ya que si los principios valen para el espíritu, las cosas valen para las cosas, y no hay pausa en la sutileza de las cosas, así como tampoco hay obstáculo para la sutileza del espíritu.

En la cumbre de las esencias fijas que corresponden a las innumerables modalidades de la materia, está aquello que, en la sutileza de las esencias en la violencia del fuego ígneo, corresponde a los principios generadores de las cosas, que el espíritu que piensa puede llamar principios, pero que, en relación a la totalidad hirviente de los seres, corresponden a grados conscientes de la Voluntad en la Energía.

No hay un principio de la materia sutil, un principio del azufre o de la sal, pero más allá de la sal, del mercurio o del azufre, hay materias mucho más sutiles que, hasta la punta de la vibración orgánica, ponen de manifiesto la diversidad del espíritu mediante las cosas; y para quien pida que le presenten estas cosas, sólo los números pueden poner de manifiesto su existencia separada.

Por cierto no estoy a favor de la dualidad Espíritu-Materia; pero entre la tesis que atribuye todo al espíritu y la que atribuye todo a la materia, digo que no hay conciliación posible, mientras se permanezca en un mundo en que el espíritu sólo podrá devenir si consciente en materializarse.

La materia sólo existe “por” el espíritu, y el espíritu sólo “en” la materia. Pero al fin de cuentas, siempre es el espíritu el que conserva la supremacía.

Y a este problema de saber si hay principios que puedan poner de manifiesto las cosas, ahora me parece fácil de responder que no hay principios, sino cosas; y del mismo modo que hay cosas sólidas, y en las sólidas, singularidades, y reuniones de materia única que dan idea de lo perfecto, del mismo modo hay seres que manifiestan el Ser que proviene de la Unidad.

Y todo esto no vale sino para este mundo que se hincha y se torna áspero, y para el ojo del espíritu que proyectamos en medio de las cosas, y cuando lo proyectamos. Pero se ve fácilmente que aunque en el espíritu no hay nada, todo lo que es, es función del espíritu. Y las cosas son funciones del espíritu, ellas poseen una utilidad pasajera y funcional, pero que no vale sino para lo creado.

Nada existe salvo como función, y todas las funciones se reducen a una, y el hígado que vuelve a la piel amarilla, el cerebro que se sifiliza, el intestino que arroja los residuos, la mirada que despide sus rayos y que cambia el sitio de los rayos, se reducen para mí, si expiro, a lo que me pesaba vivir, y a mi deseo de ponerle fin.

(…)

La guerra de las efigies, de las representaciones o de los principios, con mitos en su cara externa y magia efectiva por debajo, es la única explicación válida del mundo antiguo. Ella muestra claramente la naturaleza de sus preocupaciones.

Y esta guerra de arriba está representada por la carne. Al menos una vez se encarnó en la carne, al menos una vez, una prolongada e inmensa vez, perturbó el gobierno de las cosas humanas, con luchas inexpiables, y donde los hombres que luchaban sabían por qué lo hacían.

Ella arrojó una contra otra no a dos naciones, no a dos pueblos, no a dos civilizaciones, sino a dos razas esenciales, a dos imágenes del espíritu hecho carne y que lucha con la carne.

Y esta guerra del espíritu en hostilidad consigo mismo, que duró tanto como varias civilizaciones juntas, como puede verse en los “Puranas”, no es legendaria, sino real. Ocurrió. Y todos los principios, cada uno con su energía y sus fuerzas, estuvieron presentes, y sobre todo los dos principios de los que pende la vida cósmica: lo masculino y lo femenino.

No contaré el cisma de Irshú (VER APENDICE 1) , pero fue el que desencadenó esa guerra, el que puso al hombre de un lado, a la mujer del otro; el que otorgó a seres de carne la noción de su herencia superior; el que separó el sol de la luna, el fuego del agua, el aire de la tierra, la plata del cobre y el cielo de los infiernos. Ya que la idea de la constitución metafísica del hombre, de una jerarquía ideal y sublime de estados, donde la muerte nos arroja para conducirnos a la ausencia de estados, a una especie de inconcebible No-Ser que nada tiene que ver con la nada, está basada en la separación del espíritu en dos modos, macho y hembra, de los que es preciso saber cuál es el principio del otro, cuál produjo el nacimiento del otro, cuál es el macho, cuál hembra, cuál activo, cuál pasivo.

Al parecer estos dos principios primero quisieron saldar cuentas solos y por encima de las masas de hombres inconscientes que luchaban. Pero la guerra se hizo furiosa, sólo de tornó realmente inexpiable y despiadada el día en que se convirtió en religiosa, y en que los hombres tomaron conciencia del desorden de los principios que regían su anarquía.

Para terminar con esa separación de los principios, para reducir su antagonismo esencial, fue que tomaron las armas y se arrojaron unos contra otros, persuadidos de que sólo una reducción de materia carnal era capaz de equilibrar en el cielo, y de provocar esa fusión, esa ubicación de esencias, que sólo se logra con sangre.

Y esa guerra se encuentra por entero en la religión del Sol, y se la encuentra a un grado sangriento pero mágico en la religión del sol, tal como se practicaba en Emesa (VER APENDICE 2) ; y si desde hace siglos terminó de arrojar unos guerreros contra otros, Heliogábalo sigue su huella en la línea de aspersión de los Taurobolios, línea mágica que él va a señalar, al volver a Roma, con crueldades físicas, con teatro, con poesía y con auténtica sangre a la vez.

Si en lugar de detenerse en sus infamias porque su descripción anecdótica satisface el gusto por el libertinaje y su pasión por la facilidad, los historiadores hubiesen tratado realmente de comprender a Heliogábalo por encima de su psicología personal, es la religión del sol donde hubieran encontrado el origen de sus excesos, de sus locuras y de su alto libertinaje místico, que posee a los dioses como coadjutores y testigos. Por sobre todas las cosas habrían observado ese detalle de la tiara solar, el cuerno de Escandro, es decir de Carnero, que hace de Heliogábalo el sucesor en la tierra y el ayudante de Ram, y de su maravillosa Odisea Mitológica. Y entonces habrían comprendido la razón de ser y el origen de esa increíble mezcla de cultos: luna, sol, hombre, mujer, de la cual Siria fue la viva figura y la impresionante geografía.

Se crea o no en una raza de Instructores Sobrehumanos que llegaron del polo en el momento del primer hundimiento de la tierra y que parecen deslizarse con ella para dirigirse a la India, es preciso admitir, en un período muy anterior a la Historia, la invasión de un pueblo de raza blanca que esgrime insignias, ritos y extraños objetos sagrados, a manera de armas sobrenaturales.

Según parece al fin de cuentas fueron los partidarios del Blanco, es decir del Macho, quienes conservaron el terreno conquistado; pero al conservarlo, pierden la noción del principio intocable y único que habían venido a revelar a los autóctonos del Palistán.

Los “Vedas” parecen dar fe de esta alteración del principio en un texto misterioso: “solamente algunos negros, algunos rojos y algunos amarillos permanecerán, pero los hijos de la luz blanca se habían ido para siempre”.

Y mientras los adeptos del Blanco, o Hindúes, se adueñan de la India, a la que organizan de acuerdo con la ley del cielo y bajo el signo del Carnero legado por Ram, los “Pinksahs” o “Rojos”, que comen las menstruaciones de la mujer y han puesto su tinte en sus estandartes, buscan allí, a lo lejos, una tierra que se les asemeje, y bajo el nombre de Fenicios tejen al borde del mar una púrpura inalterable, que más que la fuerza de su industria señala la duración de sus creencias.

Sin una guerra por los principios, la religión del sol, primero hostil a la de la luna, nunca se hubiera arriesgado a confundirse con ella hasta el punto de mezclarse inextricablemente. Yo no veo de qué manera pueda decirnos la Historia por qué milagro un pueblo surgido de los fenicios, devotos de la mujer, pudo alzar en sus tierras, y más alto que todos los demás, un templo al culto del sol, es decir de lo masculino.

El caso es que Heliogábalo, el rey pederasta y que pretende ser mujer al disfrazarse, es un sacerdote de lo Masculino. Realiza en sí mismo la identidad de los contrarios, pero no sin esfuerzo, y su pederastía religiosa no tiene otro origen que una lucha obstinada y abstracta entre lo masculino y lo femenino.

Pero si en todos los países donde uno trata de ponerse directamente en comunicación con las fuerzas separadas de Dios, hay templos para el sol, y templos enemigos para la luna, y otros templos para el sol y la luna mezclados, nunca, en ningún momento de la Historia, y en un espacio de tierra tan pequeño conmovido por esas luchas, se encuentra como en Siria semejante reunión de templos, donde el macho y la hembra se devora, y a la vez se mezclan y separan sus facultades.

En mi opinión la vida de Heliogábalo es el ejemplo de esta clase de disociación de principios; y es la imagen en pie –y llevada al más alto grado de la manía religiosa, de la aberración y de la locura lúcida- la imagen de todas las contradicciones humanas, y de la contradicción en el principio, lo que yo he querido describir de él.

Apéndice Nº 1

Fabre de Olivet, en su Historia filosófica del género humano, habla largamente de una separación primitiva de esencias, que debe entenderse en el plano divino y humano a la vez, puesto que la segunda acción no es más que el reflejo y, si se puede decir, el contragolpe histórico de la otra: la acción celeste que, en el origen de todo, no pone en juego más que fuerzas puras.

El caso es que mucho después del establecimiento de los hindúes en las tierras del Palistán, los pueblos, grandes aficionados a la metafísica, comienzan a pelear por una cuestión de principios que hizo correr más sangre que todas las guerras modernas, y durante mucho más tiempo.

Allí donde en los siglos bárbaros, como estos en que nosotros vivimos, las más altas cuestiones espirituales apenas alcanzan para repartir un sobrante de alimento entre pueblos extenuados y que literalmente se mueren de hambre, la prehistoria conoció tiempos gloriosos para el hombre, en los que éste todavía podía hacer la guerra por ideas.

Para aquellos interesados en esta cuestión, para quienes la metafísica es algo más apasionante que la búsqueda de posiciones más propicias para el amor físico, es decir para aquellos cuyo espíritu –que en esto no hace otra cosa que seguir su propia ley orgánica – todavía es capaz, cuando es preciso, de remontarse a los principios, progresando en una justa abstracción, pueden decirse –y en esto no hago otra cosa que seguir a Fabre de Olivet – que durante mucho tiempo los hombres han creído en la existencia de un principio único, de naturaleza espiritual, del que todo depende.

Pero un día estos mismos hombres, basados en el estudio de la música, hacen un descubrimiento aterrador. Encuentran que el origen de las cosas es doble, cuando ellos lo creían simple; y que el mundo, lejos de provenir de un principio único, es el producto de una dualidad combinada. Imposible dudar: los hechos están a la vista; los hechos, es decir el análisis trascendente de la música, o más bien del origen de los sonidos. Por más lejos que uno se remonte en la generación de los sonidos, se encuentran dos principios que actúan paralelamente y se combinan para engendrar la vibración. Y fuera de esto sólo existe la esencia pura, lo abstracto que no se puede analizar, lo absoluto indeterminado, en fin, como lo llama Fabre de Olivet, “lo inteligible”.

Y entre “lo inteligible” y el mundo, la naturaleza, la creación, está justamente la armonía, la vibración, la acústica que es el primer paso, el más sutil, el más maleable, que une lo abstracto con lo concreto.

Más que el gusto, más que la luz, más que el tacto, más que la emoción pasional, más que la exaltación del alma enaltecida por las razones más puras, es el sonido, la vibración acústica, lo que explica el gusto, la luz, y la conmoción de las pasiones más sublimes. Si el origen de los sonidos es doble, todo es doble, y aquí comenzará el enloquecimiento, y la anarquía que engendra la guerra y la masacre de los partidarios, y si hay dos principios, uno es macho y el otro hembra.

Pero –y esta es la razón de la guerra -, los partidarios del Macho no creen en la coexistencia de los principios, y para ellos el Macho inteligible permanece solo, en el origen de todo.

Y en un país como la India donde se cree en la preeminencia de un principio único de naturaleza macho, el cisma de Irshú representa en una época antehistórica la rebelión de los partidarios de la mujer conducidos por Irshú contra los partidarios del hombre conducido por Tarak’hyan, hermano de Irshú.

La guerra concluye con el aplastamiento de la mujer, cuyos partidarios retornan en desorden a un espacio inmenso, y se quedan varados en los bordes del Mediterráneo. Con el correr del tiempo su nombre se altera, y de Palli que eran ( o los Pastores) se convierten en Yoni ( la Vagina), y finalmente Pinkshas (los Rojos), por el nombre de las menstruaciones que se reparten en inconfesables comidas.

Apéndice Nº 2

Y para terminar así es como yo interpreto la acumulación de templos, sus cultos antagónicos, la respiración de las piedras, las extirpaciones sangrientas, la carrera de los coribantes, el aullido de los oráculos, los gruñidos del cielo, y todo ese ruido sagrado que sigue haciendo, doscientos años después de Cristo, la Siria de Heliogábalo, cuyo celo casi satánico tiembla en medio de los ritos de sangre.

La religión de Emesa era mágica porque conservó, de manera concreta, la noción de los grandes principios. Y el Paganismo, en su sentido iniciático y superior, representa la preocupación por los grandes principios que aún siguen girando y viviendo en la sangre de los individuos. Y la noción de los principios es la noción de la guerra que en los orígenes han debido hacerse los principios para estabilizar la creación.

El Paganismo, en sus ritos y celebraciones, reproduce el Mito de la creación primera y completa, de la cual el Cristianismo – que exalta la Redención- no celebra más que una parte y solamente en el plano histórico, mientras que el Paganismo la celebra totalmente y en su principio.

Y la religión pederástica de Heliogábalo, que es la religión de la separación del principio, no es repugnante sino porque ha perdido esta noción trascendente, para hundirse en el erotismo de la creación en acto y sexualizada.

Anexo

(Sobre piedras, templos y oráculos)

…Pero hay piedras que viven, como viven las plantas o los animales, y como puede decirse que el Sol, con sus manchas que se desplazan, se hinchan y se deshinchan, babean una sobre otras, vuelven a babear y vuelven a desplazarse –y cuando se hinchan o deshinchan, lo hacen rítmicamente y desde el interior -, como puede decirse que el Sol vive. Las manchas nacen en él como un cáncer, como los bubones efervescentes de una peste. Allí dentro hay materia pulverizada que se contrae, como trozos de sol triturados pero negros. Y pulverizados, ocupan menos lugar. Sin embargo es el mismo Sol y la misma extensión y cantidad de Sol, pero en ciertos sitios apagado, y entonces recuerda al diamante y al carbón. Y todo eso vive, y puede decirse que algunas piedras viven, y las piedras de Siria viven en esa época como milagros de la naturaleza, puesto que son piedras lanzadas por el cielo.

Y hay muchos milagros y maravillas de la naturaleza sobre el suelo volcánico de Siria. Ese suelo que parece tapizado y enteramente formado de piedras pómez. Y existen maravillosas leyendas sobre las piedras de Siria. Como lo atestigua este texto de Fotius, historiados bizantino de la época de Septimio Severo:

“Severo era un romano y padre de romanos, de acuerdo con la ley; fue él mismo quien dijo que había visto una piedra en la cual se observaban las diferentes caras de la Luna, adoptando todo tipo de apariencias, ahora esta, ahora aquella, creciendo y disminuyendo según el curso del Sol, y que también llevaba impreso el mismo Sol”.

Debe decirse que este texto de Fotius no es en sí mismo una obra original, sino el plagio de un libro perdido que, a juzgar por la cantidad de escritores que a él se refieren, parece haber constituido para los antiguos una verdadera Biblia de lo Maravilloso: la “Vida de Isidoro” por Damascius.

Pero la forma más apasionante de las piedras sirias se encuentran en Betilos, los Betilos Negros, o Piedras de Bel. El Cono negro de Emesa es un Betilo que conserva su fuego y se dipone a devolverlo, ya que los Betilos surgieron del fuego. Son como chispas carbonizadas del fuego celeste, e indagar en su historia es volver a la génesis del mundo creado:

“Vi – sigue diciendo Severo – un Betilo movido por el aire, a veces oculto entre mantas, pero también a veces llevado en las manos de un servidor, el nombre de ese servidor que se encargaba del Betilo era Eusebios, quien me dijo que súbitamente y de manera totalmente imprevista, le había sobrevenido el deseo de salir de la ciudad de Emesa, casi en medio de la noche, y de irse muy lejos hacia esa montaña en la que estaba enclavado el viejo y magnífico templo de Atenas; que había llegado muy rápido al pie de la montaña y que allí se había sentado para reposar del cansancio de la ruta y que en ese mismo lugar había visto una bola de fuego que caía del cielo con una velocidad muy grande y un león enorme que se hallaba junto a la bola de fuego; que el león había desaparecido de súbito pero que él había corrido hasta la bola de fuego ya apagada, la había tomado y era ese Betilo, y mientras lo llevaba le preguntó a qué dios pertenecía; y le respondió que pertenece a Gennaios (ese Gennaios es adorado por los hieropolitanos que le erigieron en el templo de Zeus una estatua en forma de león); lo había llevado a su casa esa misma noche, y había recorrido una distancia no menor de doscientos estadios. Eusebios no regía los movimientos de Betilo, sino que estaba obligado a rogarle, a implorarle, y el otro satisfacía sus deseos. Era una bola perfectamente esférica, de un color blancuzco, y su diámetro medía un palmo. Pero en ciertos momentos aumentaba o disminuía su tamaño, en otros momentos adoptaba un color purpurino. Y nos mostró unas letras trazadas sobre la piedra, teñidas del color llamado minio (o cinabrio). Luego adosó el Betilo a la pared, y era por medio de esas letras que a quien lo interrogaba el Betilo daba la respuesta buscada. Emitía voces en forma de un leve silbido que Eusebios nos interpretaba”.En otro pasaje de su libro, ese mismo Fotius, obsesionado por lo maravilloso de esas piedras, siente la necesidad de reanudar su descripción, y una vez más apela al testimonio de Severo: “Severo contaba, entre otras cosas, durante su estancia en Alejandría, que también había visto una piedra helíaca, no tal como las que nosotros vimos, sino que lanzaba desde lo más profundo de su masa unos rayos dorados que formaban un disco semejante al Sol colocado en el centro de la piedra y que al principio tenía la apariencia de una bola de fuego. De esta bola surgían rayos que iban hasta su circunferencia , ya que toda la piedra tenía una forma esférica. También había visto una piedra selenita, no de aquellas en la que se ve aparecer una pequeña luna, sólo después de haberla hundido en el agua y que por eso se llaman hidroselenitas, sino una piedra que por un movimiento propio e inherente a su naturaleza giraba cuando la Luna giraba, y de la manera como ella giraba, obra realmente maravillosa de la naturaleza”.

La pequeña ciudad de Apamea en Emesa se alzaba al pie del Anti Líbano, en medio de un apsisaje de lava muerta y polvo de osamentas. Su pequeño templo de sol-luna posee un oráculo hidromántico, oráculo que nunca se equivoca. A las doce en punto, hora en que el oráculo habla, llegan las personas al segundo recinto del templo; y se acercan al vivero sagrado. La “Vida de Isidoro” de Damascius contiene una descripción de este oráculo. “Quienes venían a honrar a la diosa (Afrodita, salida de las aguas) –cuenta Juvenal según el libro perdido -, llevaban presentes de oro y plata, telas de lino, biso y otros materiales preciosos, y si esos presentes eran aceptados, tanto los paños como los objetos pesados se iban al fondo. Si al contrario eran rehusados y rechazados, se veía sobrenadar los paños y hasta todo aquello que estaba hecho de oro, plata y materiales lo bastante pesados para no flotar naturalmente. Las tablillas oblongas de bronce, perforadas por un agujero que permitía ensartarlas a la manera de los sortilegios etruscos, y que llevaban respuestas triviales redactadas en latín arcaico en una cadencia próxima al hexámetro, conservaron para nosotros el valor de ejemplos de esos talismanes o sortilegios, en los cuales vivían los oráculos itálicos”.

Entre los otros milagros y maravillas de Siria de los que dan fe los historiadores, hay apariciones fabulosas como la de Apolonio de Tiana frente a Antioquía, y la de esa divinidad misteriosa que se manifiesta frente a Emesa poco tiempo después de la muerte de Heliogábalo, como lo relata Vopiscus en la “Vida del Emperador Aureliano”: “La caballería de Aureliano había emprendido la retirada frente a Emesa cuando una divinidad que sólo más tarde fue conocida vino a alentar a nuestros soldados. La emperatriz Zenobia huyó, Aureliano entró en Emesa como triunfador y en el mismo momento se dirigió al Templo de Heliogábalo, pues quería cumplir con los dioses. Allí divisó una vez más y con la misma forma la divinidad que había visto en el combate alentando la acción de sus armas. De regreso a Roma hizo construir en honor del Sol un templo cuya consagración fue hecha con la mayor magnificencia. Entonces aparecieron en Roma esos vestidos cubiertos de pedrerías que vemos en el Templo del Sol, esos dragones provenientes de Persia, esas mitras de oro”.

En Siria los templos vibran de maravillas reales, de magia exteriorizada, y una considerable cantidad de templos que no parecen construidos sino para ilustrar esa guerra de ritos y anomalías, rivalizan en esplendor por toda la extensión de Siria, unos consagrados al Sol, otros a la Luna, y nunca se sabe muy bien cuál es la hembra y cuál es el macho, y si el macho ha engendrado a la hembra o a la inversa.

Luciano, autor griego del siglo II después de Jesucristo, relata una visita que efectuó al templo de Astarté en Hierápolis: “El templo conserva objetos preciosos, antiguas ofrendas, una multitud de objetos maravillosos, estatuas veneradas y dioses siempre presentes. En efecto, las estatuas sudan, se mueven y emiten oráculos” Ya que si las piedras emiten sonidos, si vuelan, si tiene hálito, una respiración que les pertenece, también las estatuas tienen un hálito que sin duda es el espíritu del dios.“El emplazamiento mismo en donde se construyó el templo de Hierápolis es una colina situada en medio de la ciudad, está rodeado por dos murallas, una de estas antigua, la otra no muy anterior nuestra época. Los propileos tienen una extensión de aproximadamente cien brazas (ciento sesenta metros) . Bajo estos propileos se encuentran falos de una altura de treinta brazas (cuarenta y ocho metros). Un hombre sube dos veces por año a uno de esos falos y se queda en lo alto durante siete días. El motivo de esta ascensión es el siguiente: el pueblo está persuadido de que este hombre, desde ese sitio elevado, conversa con los dioses, les pide prosperidad de toda Siria, y que aquellos escuchan su ruego desde más cerca. Otros piensan que esto se practica en honor de Deucalión y en recuerdo de ese triste acontecimiento, cuando los hombres huían a las montañas por temor a la inundación (el templo de Hierápolis poseía un orificio por el cual se decía que había salido el agua del diluvio). Para subir al falo el hombre pasa una gruesa cadena alrededor del falo y su cuerpo, luego sube por medio de salientes de madera que sobresalen del falo, lo bastante anchas para apoyar el pie. A medida que se eleva levanta la cadena consigo del mismo modo que los carreros levantan las riendas. Al llegar al término del camino, nuestro hombre suelta otra cadena que lleva consigo y, por medio de esta cadena que es muy larga, alza todo lo que necesita: maderas, ropas, utensilios. Con todo eso se confecciona una morada, una especie de nido, se siente y permanece el tiempo mencionado. La muchedumbre que llega le trae oro, plata, cobre, depositan estas ofrendas delante de él y se retiran diciendo cada uno su nombre. Allí otro sacerdote, de pie, que le va repitiendo los nombres, y en cuanto los escucha dice una oración por cada uno de ellos. Al orar golpea en un instrumento de bronce que produce un sonido estrepitoso y chillón. El hombre no duerme. Se cuenta que, si se quedara dormido un escorpión llegaría hasta él y lo despertaría con una picadura dolorosa. Tal es el castigo atribuido a su sueño. El templo mira al sol naciente, y por su forma y estructura se asemeja a los templos construidos en Jonia”.

Si en lugar de darnos una descripción exterior del templo de Hierápolis, Luciano hubiese tenido la menor curiosidad por los principios, habría buscado sobre las columnatas del templo el origen extrahumano de los sexos petrificados de hembra que forman su ornamento. Este es principio mismo de la arquitectura Jónica. Pero volvamos a la descripción documental.

“Del suelo se alza una base de una altura de dos brazas, sobre esta base está asentado el templo. Al entrar uno se siente embargado por la admiración: las puertas son de oro, en el interior el oro brilla por todas partes, sobre todo en la bóveda. Se siente un olor suave, semejante a aquel del cual se cuenta está perfumada Arabia. Adentro, en un recinto apartado están colocadas las estatuas de Júpiter y Juno, a quienes los habitantes de la ciudad llaman por un nombre que posee consonancias sacadas de su propio lenguaje. Esas dos estatuas son de oro y están sentadas, Júpiter sobre leones, Juno sobre toros. La estatua de Juno tiene un cetro en una mano, un tallo en la otra, sus ropas están cubiertas de oro, de piedras infinitamente preciosas, unas blancas, otras color de agua, una gran cantidad color del fuego, son sardónices, circones egipcios, esmeraldas, que le traen los indios, los medos, los armenios, los babilonios. La estatua lleva sobre la cabeza un diamante denominado Lámpara. Durante la noche arroja un resplandor tan intenso que el templo se ilumina como con antorchas; durante el día esa claridad es mucho más débil, sin embargo la piedra conserva una parte de su fuego. También hay otra maravilla en esta estatua, si se mira de frente, ella lo mira, si uno se aleja, su mirada lo sigue. Si otra persona hace la misma experiencia desde otro lado, la estatua no deja de hacer lo mismo.

Cuando se entra al templo a la izquierda se encuentra un trono reservado al Sol, pero la figura de ese dios no existe, el Sol y la Luna son las dos únicas divinidades cuyas imágenes no se muestran; ellos dicen que es inútil hacer estatuas de divinidades que todos los días se muestran en el cielo”.

Pero es preciso insistir en la presencia de esos dos pilares que se alzaban uno tras otro en la alineación interior del templo. Esos dos pilares se alzan en el mismo eje del sol, de tal manera que forman, con el punto que el Sol se eleva en cierta época del año, una especie de línea ideal en la que se inserta el templo, y que hace que la sombra de la primera columna, la columna más cercana al templo, se confunda exactamente con la sombra de la otra.

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